Intentar evocar la figura artística de Sales Covelo requiere un esfuerzo que posiblemente supera mis capacidades. No podré hacer otra cosa que referirme al hombre, al amigo cuya desaparición todavía representa un enorme vacío. Cuando me refiero al hombre, al amigo, significo también al artista, porque en Sales Covelo ambas facetas se fundían en la más armoniosa de las síntesis.
Hombre, amigo, artista. Arte y generosa humanidad constituían en él sus mejores mieles: hombre, lo era en la plenitud y excelencia de su condición viril. Amigo, lo fue de muchos y como muy pocos, con la entrega sin límites de su lealtad. Artista, con el íntegro fervor que da, al ejercicio de la belleza, el dominio de la estética y las proporciones.
Nada humano le fue ajeno; nada bello le fue extraño; una cultura sólida, reposada en la meditación y cultivo de sus queridas plantas, culminaba en su inteligencia amorosa. Así, por la clara nobleza del hombre, por la entrega incondicional del amigo, por la poliédrica sensibilidad del artista, su comunicativo ingenio, su perspicaz ironía; su andaina vital fue siembra y vivero fértil, de continuos afectos.
No conocí ningún artista de la jardinería y la paisajística que dominara con pareja facilidad su profesión. El prestigioso horticultor madrileño Gabriel Spala, dijo en mi presencia: “Sales Covelo está a medio camino, entre César Manrique y el brasileño Burle Marx”, dos figuras de primer orden, internacionalmente reconocidas. Y todo ello, sin ningún estruendo, suavemente, con despreocupación absoluta por lo notorio o lo económico.
Sales Covelo fue siempre discreto y desde la clandestinidad hacía pintura, arquitectura, el amor... a la vida, a las plantas. Hacía como pocos, casas y parques que sin duda van a perpetuar su recuerdo.